Biografía
Antonio Rivera nació el 27 de febrero de 1916 en Riaguas de San Bartolomé (Diócesis y provincia de Segovia), en una familia de virtudes cristianas ejemplares. Fue bautizado el día 15 de marzo, siendo el motivo de retrasarse el bautismo una intensa nevada caída el mismo día de su nacimiento. Su padre, D. José Rivera Lema, gallego, ejercía la medicina (llegaría a ser el médico de cabecera de los últimos Cardenales y Arzobispos de Toledo) y, como padre de familia, fue muy exigente en enseñar a sus hijos el cumplimiento del deber.
Su madre Dña. Carmen Ramírez Grisolia, de cristianísima estirpe castellana, mujer de costumbres sencillas y austeras, laboriosa y responsable, fue la modeladora de la profunda religiosidad de todos sus hijos, viviendo completamente dedicada a ellos. No tenía exigencias sociales de ningún tipo, exceptuando las obras de piedad y caridad Su ejemplaridad y testimonio eran admirables.
ANTONIO fue el segundo de cuatro hermanos. Vivió muy identificado con su hermana mayor, M. del Carmen, que a la edad de 31 años Ingresó en un convento de Carmelitas descalzas y falleció el 21 de noviembre de 2007. El hermano más pequeño, José, se ordenó de Sacerdote, brillando su santidad heroica durante toda su vida, y falleció el 25 de marzo de 1991; hoy en día está en marcha su proceso de beatificación en Roma. La otra hermana, Ana María, vive actualmente acogida en la Residencia de Ancianos Desamparados de Santa Casilda en Toledo. Puede decirse que toda la familia, por caminos diversos, estuvo dedicada íntegramente al servicio directo de Dios y de la iglesia.
Ya en sus primeros años encontramos detalles de ANTONIO que revelan toda la nobleza de su alma. Es un niño que discurre, que piensa, que se preocupa, que sufre por las penas de los demás, causándole honda impresión los padecimientos ajenos. Así lo prueba el siguiente hecho: cerca de su casa vivía una señora llamada “Paca”, que tenía una parálisis parcial; un día su madre le preguntó a ANTONIO si sabía lo que era la caridad y él contestó sin dudar: “Sí madre: ¡la alegría tan grande que me daría a mí ver pasear por la plaza, sin dolores, a la señora Paca!”.
Desde su Primera Comunión, recibía la Eucaristía con frecuencia. Cuando iba a cumplir los catorce años se creyó llamado a la Comunión diaria (cuando en la familia aún no lo hacía ninguno). La idea y la decisión le surgió en una peregrinación a la Virgen del Pilar en Zaragoza, en el año 1931; lo consultó con sus padres y no les pareció mal.
A sus condiscípulos de Instituto les animaba para que se decidieran a comulgar diariamente, les aseguraba que era la mejor fuente de alegría y el mejor alimento para la vida sobrenatural. La Eucaristía fue el centro de su vida espiritual.
En el año 1932, al establecer el prelado de Toledo la Juventud de A.C. en la ciudad, ANTONIO colaboró con los primeros jóvenes como directivo. En todas estas actividades sobresale ANTONIO RIVERA por su hondo sentido de responsabilidad apostólica y por unas grandes ansias de formación y preparación para el Apostolado seglar de la A.C.
A fines de 1933 se constituye en Toledo la Unión Diocesana de Jóvenes de A.C. y ANTONIO RIVERA es nombrado Presidente. Contaba con 17 años. Con este motivo comienza la época de su plenitud apostólica al servicio de la A.C. y se consagra por completo al apostolado de los Jóvenes.
Toda su vida interior la proyectaba simultáneamente en la juventud organizando ejercicios espirituales para jóvenes, retiros, vigilias, con una intensidad y un entusiasmo enorme. Tiene tiempo para todo y para todos: Ejercicio espirituales, Oración, Estudio… Termina la carrera de Derecho y se prepara unas oposiciones de Registrador de la Propiedad, demostrando una capacidad impresionante de aprendizaje.
ANTONIO vive estos años con verdadera pasión y entrega total de su propia vida como seglar católico comprometido. Tiene muy clara su vocación: “ser un autentico seglar católico”
De 1933 a 1936, a pesar del ambiente sumamente hostil de la II República y de no contar en Toledo con ningún precedente de apostolado de jóvenes, se tuvieron tres tandas de ejercicios internos con asistencia de 170 jóvenes, se organizaron dos semanas de estudio en la ciudad y varias en los Arciprestazgos, fundó 30 centros de jóvenes de A.C. con más de 3.000 socios en toda la Diócesis. Recorrió partes de Andalucía, Extremadura, Guadalajara que formaban parte de la Archidiócesis de Toledo en aquél momento, viajando en tren, en autobús, en los limitados medios de la época. La fuerza que transmitía ANTONIO con sus intervenciones, fruto de su amor por Cristo y la Iglesia, prendaba a quienes le escuchaban y les transmitía ardor apostólico.
En marzo de 1936 Antonio Rivera hace sus últimos Ejercicios Espirituales. En ellos se “consolida”, se “fortalece” interiormente; su espiritualidad es impresionante. Puede decirse que en ella encontró la principal fuerza para afrontar la última y definitiva etapa de su vida.
En el mes de julio, estando Antonio Rivera en su casa, oye por radio el bando dictado por el General Moscardó. Apaga la radio y va en busca de su padre. Tomaron juntos la decisión de que Antonio debía marchar al Alcázar. Así lo hace, tras despedirse de su madre y su abuela, llevándose consigo el Evangelio de San Juan, un cilicio y el rosario.
Una vez allí, desde los primeros momentos vivió su nueva realidad como una misión apostólica con todos, a quienes exhortaba a tener las cuentas arregladas con Dios ante la muerte, ofreciéndose de los primeros para realizar los servicios más difíciles y arriesgados.
Con los Jóvenes de A.C. (más de treinta estaban con él en el Alcázar) formó un “Centro de Vanguardia”, celebrando reuniones, círculos y actos de piedad en común, en especial con motivo de algunas fiestas, como la de Santiago. Se llegó a tener meditación colectiva diaria, además de otros actos generales como el rosario o la Salve cantada en la Capilla del Alcázar. Continuamente se le veía rezar y ayudar a los presentes a encontrarse con Dios.
En el pabellón de tropa, el más peligroso del Alcázar, su presencia dio un tono apostólico al grupo de catorce hombre que formaban la defensa, deseosos de rezar el rosario y necesitados de orientación religiosa. Su intención era prepararlos a bien morir. Antonio Rivera no consistió nunca tomar ningún alimento que superara la ración legal señalada por el mando, a pesar de su debilidad extrema; el mismo criterio siguió en cuanto a las prendas de vestir. Cuando le tocó de centinela se mantuvo en su puesto fuese cual fuese el peligro, teniendo en su mano el rosario o el evangelio de San Juan. En los días más intensos, se quedaba con el centinela de turno, animándole y rezando.
El 11 de septiembre pudo comulgar en la única Misa que se celebró durante el asedio; Antonio Rivera piensa solamente en el gran favor de recibir la comunión como preparación a su muerte por Dios. Había entrado en plena etapa de purificación.
Por las reflexiones que dejó escritas en esos días, se aprecia toda la intensidad de su agotamiento físico y de su dolor moral ante la dura prueba que tiene que soportar. Pero se sobrepone a todo con espíritu sobrenatural, claramente heroico: “yo me encuentro mal; pero a ti, Dios mío, te noto bien”. “Los santos pasaron por trances durísimos y te vas a desanimar tú ya… ¡todo lo puedo en aquel que me conforta!”.
El 18 de septiembre, después de haber hecho explosión la más potente mina, una granada de mano arrojada desde el piso superior le desgajó el brazo izquierdo. Sin desvanecerse fue llevado a la enfermería, donde pidió que atendieran a otros antes que a él. Fue necesario amputarle el brazo sin apenas anestesia, mientras enfrente tenía la imagen del Cristo de Velázquez, que le hizo mucho bien y le infundió consuelo durante su estancia en la enfermería.
Los diez días que permaneció en la enfermería hasta la liberación del Alcázar soportó todos los dolores y molestias sin la menor queja ni reclamación. Lo ofreció todo a Dios generosamente y pidió por los mismos que le habían herido.
Tras la liberación del Alcázar es trasladado al hogar paterno, donde sigue su etapa de purificación hasta el máximo. No se contentaba con sufrir con paciencia; quería sufrir con alegría. La causa de sus dolores era ahora una aguda septicemia que le produjo abscesos en la garganta y en la pierna derecha; a ello se unía la total inapetencia y el insomnio. A pesar de los fuertes dolores que padecía no se quejaba, aunque las curas eran muy dolorosas y su padre le decía que era bueno que se quejase. Un día, cuando su padre le hacía la cura, Antonio se quejó de los dolores; fue tal el drama para la familia que se pusieron a llorar.
Viéndolos Antonio, les dijo “¿Veis cómo no me puedo quejar?”; no quería verlos sufrir. Recibe la comunión a diario y le repite al Señor “yo no puedo, pero Tú sí puedes”. Sigue ofreciendo todo por la juventud de A. C. y por la paz de España.
El viernes, día 20, amanece con una gran fatiga. Pide comulgar. Su mismo padre le advierte del peligro de muerte en que se encuentra. Manda llamar a D. Francisco Vidal, que le ha atendido como Padre Espiritual desde que salió del Alcázar, para que le administre la Extrema Unción y le prepare a bien morir con la recomendación del alma.
Ante esta situación, ANTONIO reúne en su dormitorio a su familia. En la casa se encontraban también amigos y conocidos. Con las pocas fuerzas que le quedan, les dice lo siguiente: “¿Qué queréis para el Cielo?”
Esa misma tarde Antonio Rivera muere y muere convencido de la única verdad, la verdad de Jesucristo.
¿POR QUÉ PERTENEZCO A LA ACCIÓN CATÓLICA?
Debemos ser los jóvenes católicos hombres de criterio firme, que no nos movamos en nuestros actos a impulsos de simples sentimientos o convivencias o sencillamente de un modo caprichoso, sino que siempre tengamos una justificación fundada y racional de nuestra conducta. Y no sólo esto, sino que siempre tengamos también razones abundantes para defender esa conducta cuando se combata.
Y en consonancia con esto, al militar en las organizaciones católicas, en la J.C., concretamente no debemos hacerlo meramente por una tendencia de simpatía, sino dándonos cuenta de los motivos que hacen no sólo conveniente, sino necesaria y obligatoria, la inclusión de los jóvenes en los cuadros de la Acción Católica.
Veamos de examinar brevemente algunos de esos motivos.
No sería propio de este tema hacer una defensa del catolicismo, ni una demostración del deber de los hombres de profesar nuestra religión por ser la única verdadera. No va dirigido este artículo a los incrédulos, sino a los jóvenes católicos; así, pues, no vamos a entrar en disquisiciones innecesarias.
Tratemos de demostrar sencillamente, cómo el joven creyente debe formar parte de nuestra organización.
Porque siendo una de las notas esenciales del catolicismo la adhesión al Papa (nota ésta que es una de las que más le distinguen de las demás Iglesias cristianas), y habiendo repetido hasta la saciedad los Pontífices últimos la obligatoriedad de la Acción Católica, es natural que nosotros acudamos a su llamamiento; y he aquí ya una razón de peso que avala nuestra conducta.
Pero, además hay dos grupos de razones que hacen precisa nuestra actuación en las organizaciones de la J. C.; grupos de razones que nacen del doble carácter, que pudiéramos decir, que tienen la práctica de la religión, uno interno y otro externo. Bajo el primer aspecto, es decir, interno, es evidente el deber de formar en nosotros un fuerte espíritu de piedad y una solida preparación doctrinal católica; pues bien, para eso, ningún auxiliar tan poderoso como un Centro de J.C. bien orientado. Dada la insuficiente preparación de la mayoría de los padres, y dados los peligros enormes de la vida actual, es indudable que no se exagera al decir que el fin que en este sentido llena la J.C. no le puede cubrir con ventaja ninguna institución.
Y bajo el punto de vista externo, es decir, de exteriorización pública de nuestra creencia, es indudable que la religión no puede recluirse en el hogar, sino que es en muchos casos necesario que salga a la plaza pública, y sobre todo en momentos de persecución como los que ya hemos vivido en nuestra patria, deserta de sus deberes el que calla cobardemente su significación. Y esta tesis se apoya en las palabras del mismo Jesús, que dijo: “el que no está conmigo está contra mí”.
Añadamos a estas razones las que pudiéramos llamar apostolado, que se basan en el amor a Dios y al prójimo. Por amor a Dios tenemos fervientes deseos de extender su reino. Por amor al prójimo queremos que nuestros semejantes participen del mismo, y una manera eficaz de lograr esto la tenemos en la J.C., que es apostolado eminentemente.
Así, pues, joven católico: si te preguntan que por qué formas parte de nuestra organización, puedes contestar con decisión:
Porque como hijo fiel del Romano Pontífice, creo un deber seguir sus mandatos; como hombre de fe, quiero adquirir una formación católica integra, y como joven, que no dudaría un momento en dar su sangre por Cristo, si preciso fuera, no tengo rubor de exhibir públicamente mi significación católica, y todo esto lo realizo perteneciendo a la gloriosa J.C.E.
ANTONIO RIVERA ( 5 de mayo de 1934, publicado en el periódico el castellano)